El bosque en la ciudad

El bosque en la ciudad

Publicado el: 29-10-2025
extrañar

me he pasado un rato mucho pensando en tu desnudez no de manera inocente, sino como se piensa en la teoría de cuerdas a las cuatro AM con un vaso de agua en la mano, notando la condensación, el goteo que marca un pulso que no es el tuyo ni el mío, sino el pulso de la casa misma, la madera que cruje no por el frío sino por el peso acumulado de los años, el inventario de pasos sobre el barniz. Y ese barniz me lleva a la laca, al brillo de un capó de coche fúnebre que vi estancado en el taco de General Velásquez el martes, junto a un camión que transportaba pollos vivos, un caos de plumas y cacareos, un break de batería descontrolado que contradecía el silencio del otro vehículo. ¿Quién decide esa logística? ¿Quién optimiza la ruta que junta al huevo con el muerto en el mismo semáforo? No debe haber una oficina. Es un algoritmo en un servidor en la nube, probablemente en Virginia, un script que corre sobre un dashboard que no entendemos, un mar de datos manchado por el reflejo de la luz azul de la sala de servidores, donde tu nombre es solo un token de autenticación y mi pensamiento es una desviación estándar, un outlier que el sistema marcará para revisión. Así que el pensamiento abandona la estación inicial (la piel, el hueso) y ahora es un paquete de datos corrupto, rebotando en un loop infinito entre firewalls, buscando un puerto abierto, un handler que le asigne un destino. Pero el paquete no se detiene. El sample del streaming (¿quién dejó el streaming encendido?) es un beat de lo-fi en loop, una sola nota de piano eléctrico, sostenida, que vibra en el vaso de agua y dibuja patrones que se parecen demasiado a la visualización de datos de la red de criptomonedas en tiempo real. Y yo solo quería saber la hora. Pero el reloj también miente.

Miente aquí, en el año veinticinco, con un desfase programado que se acumula como el hollín contra los muros blancos de la Alameda. El aire espeso, cargado con el ozono de miles de motores y el fantasma del cobre, todo detenido bajo la pared blanca que nos vigila, esa frontera vertical que nadie cruza después del anochecer. El tiempo se atasca en el completo de medianoche, en la luz de neón de un cartel de farmacia que parpadea (Farma... Farma... Farma...) un staccato que se mete bajo la piel. Y la mentira se propaga, salta el charco o la cordillera, da lo mismo. Aterriza en Corrientes, donde el asfalto sigue caliente a las tres de la mañana pero las librerías ya no esperan. Solo esperan los riders, enjambres de bicicletas con baterías defectuosas, esperando la señal de la app, el impulso eléctrico que los mande a entregar un kilo de helado de dulce de leche a un departamento en Avenida de Mayo, donde alguien ve un streaming de una guerra que pasó hace ochenta años. El pasado es un bucle, una interferencia en la línea. ¿Sientes la estática? Viene de los adoquines de Defensa, donde el agua de la última inundación todavía busca el río. Y yo sigo la ruta del cableado, la fibra óptica que corre paralela a las alcantarillas del siglo XIX. El sistema trata de mantener la coherencia. Un ping de latencia entre un café en Lastarria y un sótano de San Telmo. La misma canción de reguetón vibrando en dos vidrios distintos con un delay de 0.2 segundos. Es el ruido de la simultaneidad. Y yo, un simple receptor de carne, tratando de sintonizar la frecuencia mientras el autobús (esa oruga metálica, haciendo el recorrido de la 104) se arrastra por Avenida La Florida, deteniéndose en cada parada como si dudara, como si supiera que el destino final es solo otra estación de transferencia. Un nodo más en la red que pretende que estamos separados.

pero lo estamos, y yo pienso en tu desnudez y en tu cuerpo de una manera para nada inocente. Pero lo estamos. Separados. La red miente. El cableado que corre bajo Avenida de Mayo no transporta el peso, la masa, el calor específico de tu hígado (ese laboratorio químico, denso, procesando la noche con una eficiencia que ninguna app puede medir). El delay de 0.2 segundos es un abismo. Y por eso, exactamente por eso, pienso en tu desnudez. No es inocente porque es un acto de telemetría desesperado. Es un intento de renderizar la curva de tu columna vertebral con datos corruptos, con recuerdos que se degradan como un archivo .jpg guardado mil veces, perdiendo resolución con cada ciclo de pensamiento. Estoy aquí, en el lado oeste de la pared blanca, y calculo. Calculo la resistencia eléctrica de tu piel contra el aire seco que barre Providencia (¿o era Almagro? No. Los datos se cruzan, la memoria es un mal operador, un despachador borracho, que me trae el archivo de cuando iba bailando tango entre Almagro y Palermo, antes de pensar en ti). Pienso en tu cuerpo como el ingeniero de la NASA pensaba en la sonda Voyager cuando pasó la heliopausa: un objeto arrojado al vacío, todavía transmitiendo, pero la señal es débil, llena del fuzz estático del espacio entre nosotros. Y mi pensamiento es el software de decodificación. Tratando de reconstruir la imagen. Tratando de mapear el pulso en la yugular, mientras el mío late aquí, atrapado en el silencio de la Alameda muerta. No. No es inocente. Es un acto de arqueología imposible. Es un intento de reconstruir un templo con los ojos vendados, solo con el tacto de la memoria. Es querer ensamblar la molécula del presente con la pura teimosía del deseo. Y estoy fallando. El buffer se vacía. La imagen se pixela.

No existe la separación.

Se cree que la ciudad es lo contrario al bosque, pero es solo el bosque reordenado. Es el mineral extraído, fundido y vuelto a solidificar en ángulos rectos. Es la madera muerta apilada para darnos refugio. El asfalto de Vicuña Mackenna es solo roca pulverizada que aún sueña con la montaña de la que fue arrancada.

El universo no se detiene en el borde de un cuerpo.

Es la orilla exacta donde el océano interior —el sistema caliente de la sangre, la marea del pulso, la electricidad salada del nervio— se encuentra con el aire exterior. Es el suelo fértil, el humus, del que brota el vello, cada poro una raíz diminuta que respira, que bebe la luz, que prueba el viento.

Se piensa en el pelo. No es un adorno. Es la hierba del cuerpo. Es el filamento que canta con la estática del aire antes de la tormenta, la antena que transmite el calor de la sangre a la noche. Es el registro físico del tiempo, la fibra que almacena el sol de veranos pasados, la sal del mar, el humo de antiguas conversaciones. Es la vegetación inevitable.

Se piensa en los ojos. Son la prueba de que el cosmos es consciente. Son el mineral húmedo, la geología expuesta. Son la parte del océano primordial que quedó atrapada dentro del carbono cuando la vida decidió caminar. Son el universo observándose a sí mismo, dos puntos de agua y cristal organizados para ver el resto del agua y el cristal.

Y se piensa en la química. El olor. No el perfume, sino la exhalación. La evaporación de la vida misma, el vapor que se levanta de la piel como el vaho de la tierra después de la lluvia. Es el lenguaje más antiguo, la firma del átomo, la prueba irrefutable de que la materia está viva, ardiendo lentamente, procesando el mundo, transpirando el sol.

La misma gravedad que curva la luz de una estrella lejana es la que inclina un cuerpo hacia otro. Es la materia reconociendo su propia configuración en otra forma. Es el hierro de una sangre llamando al hierro de otra. Es el universo, a través de sus partículas más afortunadas, extendiendo la mano en la oscuridad para tocarse a sí mismo.

Para confirmar que sigue ahí.
Y que está vivo.

Y luego de confirmarlo, la resignación. Amar de lejos. Y decir, tanto te deseo, y tanto te quise. Y allí se va. Como en las películas, uno se despide de los recuerdos en un tren que se va alejando.

pero que rico era trazar carreteras de deseo con mis dedos en tu piel.